La comunicación

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Una cortina negra. Humo espeso a través del cual no se puede ver. Una textura  gruesa, pegajosa, difícil de atravesar. Una pared que apaga el fuego de la determinación, de los sueños, de los pasos que todavía no hemos dado. A este lado de la pared estoy yo, presa de la espera de que suceda algo que sólo está en mi mano.  A este lado está mi pasado, mi historia, la definición de mí creada por elecciones y posibilidades que ya se han hecho realidad. Y también mi presente, que aparece de colores intensos y optimistas cuando me sumerjo en la totalidad de su experiencia y se marcha a lugares indeseables cuando dejo de tocar el suelo.

Mi cometido ahora consiste en encontrar la llave que me abrirá el paso hacia el otro lado. Intuyo donde se haya, su forma, su tacto, su peso y su significado. Cierro los ojos y experimento la sensación que me produce introducirla en el lugar a ella destinado. El lugar en el que su magia abrirá esa cortina, esa pared, ese velo que ahora me mantiene a la espera en este presente.

Cuanto más me concentro en su búsqueda, más consciente soy de que la llave no se halla en ningún lugar ajeno.  No tengo que cruzar montañas ni atravesar mares para llegar a tocarla. No tengo que pelearme con guardianes tenebrosos ni dragones de cuento si quiero alcanzarla. Sólo tengo que hacer un viaje para el que no necesito comprar boleto.  Atraverme a dar un salto y superar la barrera del miedo.

Voy a viajar a mi interior. Donde serenamente descansan todas las respuestas. Donde las soluciones se cuentan por miles y con alzar la mano se cogen al vuelo. Es  aquí donde está la llave. No sólo la que ahora busco, en este preciso instante, sino todas las llaves que pertenecen al presente y al futuro de las puertas de mi mundo, de mi vida.

A medida que me interno en los confines de mi ser y mi saber, caigo en la cuenta de que esas llaves están compuestas por códigos. Códigos que me resultan muy familiares y que conozco desde niña. Códigos que con los años he dejado de emplear con la espontaneidad y el frescor con que se utilizan si no se estudian celosamente las consecuencias.

Tomo conciencia de que esos códigos no son otra cosa que palabras. Ahora lo entiendo. La palabra es la llave más poderosa que jamás ha existido. La palabra desencadena una reacción cuando es utilizada. No produce indiferencia. Siempre tiene un impacto. La palabra ostenta poder para escribir la historia, para cambiar acontecimientos, para curar heridas pero también para herir. La palabra representa una parte de nosotros, nos libera o nos encadena. Tanto es así, que la palabra y el tono en el que la utilizamos producen un efecto en nuestro organismo.

El doctor Masaru Emoto estudió este proceso causa-efecto y lo plasmó de la siguiente manera; en un microscopio observó que el agua que había sido sometida a vibraciones correspondientes a palabras agradables o dichas en tonos amables cristalizaba en formas bellas. Por el contrario, si el agua se exponía a una vibración proveniente de palabras desagradables o procedente de tonos irritantes, cristalizaba en formas irregulares desprovistas de delicadeza.

Además de la reacción física, las palabras producen una reacción emocional. Y muchas veces, desencadenan todo un efecto dominó que nos lleva a lugares que ni nosotros entendemos. Son como teclas de un piano, que cuando las tocas, según como las ordenes, crean una u otra melodía.

La palabra no dicha también tiene un gran impacto, quizás incluso más que la que se manifiesta. La palabra que no se expresa queda como residuo en nuestra alma y se enquista. Al retener en nuestro fuero interno palabras que transmiten alegría, amor y agradecimiento, estamos privando al mundo, a los que nos rodean y a nosotros mismos de una experiencia de crecimiento. Ralentizamos nuestro desarrollo como personas, impedimos que crezca nuestra empatía y nos perdemos gran parte del gozo de la existencia.

Cuando guardamos palabras cargadas de frustración, miedos, tristeza o arrepentimiento, renunciamos a la liberación que produce expresar las emociones asociadas a ellas. Nos volvemos más distantes, más herméticos. Ponemos piedras en el camino de la comprensión y la compasión por parte nuestra y por parte de los demás. Restamos valor a nuestras relaciones y desaprovechamos la oportunidad de conectar más profundamente con otras personas.

La palabra es la esencia de la comunicación y la comunicación es indispensable para nuestra salud emocional. Nos despoja de las armaduras que nos hacen artificialmente fuertes y poderosos. Presenta nuestra vulnerabilidad sin reservas. Y en eso, reside nuestro verdadero poder.

 

 

 

 

 

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