Los milagros

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Viene Sunny a beber del néctar de las flores que brotan de las plantas de mi balcón. Lo siento batir sus alas, con rapidez, sigiloso, lo suficientemente ágil para poder mantenerse en vuelo mientras introduce su pico en la aromática flor que ya le espera. La naturaleza me saluda al amanecer. Me llena de vida. Siento como la sabia corre por las venas de los árboles anclados en el paseo frente a mi casa. Si busco el silencio, escucho su palpitar. Despiertan al nuevo día. Dibujan una sonrisa con el leve movimiento de sus ramas. Saludan a la brisa que sin querer molestar pasa a través de las hojas. Las hojas son de un verde tan intenso que estalla ante mis ojos. Detrás de los árboles se intuye el reflejo del sol en el agua. Tímidamente se asoma, sin prisa, como si el tiempo se parase para darle la bienvenida una vez más.

Me parece impresionante que este milagro se produzca un día tras otro. Lo entiendo como la forma que la madre naturaleza tiene para mostrarnos que pase lo que pase, no hay que rendirse. Cada día es una nueva oportunidad. El sol se eleva ante nuestros ojos una y otra vez, sin esfuerzo, como en una danza tantas veces reproducida que no da pie a error.

Respiro hondo. Lleno mis pulmones de aire y he aquí que encuentro el segundo milagro del día. Sólo por el simple hecho de respirar me mantengo viva. Gracias a este acto tan íntimo, para el que no necesito más que mi propio cuerpo, pongo en funcionamiento todo el engranaje de mi ser. Respiro despacio, observando como mi pecho se llena de vida. Disfruto del momento. Del milagro.

El sol ya está luciendo alto. Si me muevo unos pasos hacia adelante puedo sentir el calor de sus rayos acariciando mi piel. La temperatura sube y siento la necesidad de cobijarme de nuevo en la sombra. Disfruto de este ir y venir de luz, calor, sombra, frescor.

Abby se acerca a mí y estira sus patas delanteras desperezándose. Acaricio suavemente su pelo rizado y ella mantiene su mirada fija en mí, como si quisiera pedirme que la caricia no terminase nunca. Nunca imaginé que fuese a detentarle tanto afecto a un perro. Ni que al abrir la puerta de mi casa fuera a estar anhelando la siempre alegre bienvenida que nos regala. Otro milagro de la vida. Puro amor incondicional. Amor del que me gustaría ser capaz de presumir. Amor del que no espera nada a cambio. Que es porque es, así sin más.

No tengo prisa. No quiero correr. Quiero darle a cada momento la importancia que se merece. No se va a repetir. Nunca. Lo paladeo, lo abrazo, procuro entender qué trae consigo y lo dejo marchar.  La vida está hecha de momentos. Y no quiero perder ni uno sólo de los eslabones que la conforman.  Todos y cada uno de ellos importan. Todos.

La mañana sigue su curso. Los sonidos de la calle me recuerdan que el día avanza. Unos niños vestidos de uniforme suben a un autobús que deja a su paso un rastro de humo. Suena a lo lejos el motor de un barco. Observo la estela blanca, respiro el olor a mar y me recreo en el vaivén de las olas. Caigo en la cuenta de que es la marea otro milagro más. Otra maravilla de la creación.

Suena el timbre de una bicicleta, el ruido me espabila y doy por terminado el rito de bienvenida. Siento que después de llenarme de vida, de este depertar de los sentidos, ya estoy preparada para comenzar la jornada. Consciente de que se me brinda otra vez más, veinticuatro horas después, la posibilidad de hacer de mi día un acto sagrado.

Se me brinda de nuevo la ocasión de optar entre alternativas entre las que trataré siempre de escoger la que nutra más mi alma. O la que yo crea que lo hará. Sin miedo a equivocarme. Porque la equivocación hará de mi alguien más humano, más compasivo y me preparará para actuar de modo más certero en un futuro. Un futuro que sin duda llegará si el milagro de la vida me llama de nuevo a saludar al amanecer.

 

 

 

 

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